Hace algunos años trabajé con un médico checo que
visitaba La Habana para un congreso. Fueron unos días muy interesantes, su
curiosidad parecía infinita, y las preguntas surgían de manera natural.
Hay que tener en cuenta que hacía muy poco que su país se
había fragmentado en dos, que su infancia y juventud había sido bajo una
sociedad socialista y tenía valores y consideraciones muy parecidos a los de
Cuba y los cubanos en cuanto a la forma de ver la realidad geopolítica.
En ese momento era el rector de la facultad de medicina
de uno de los Emiratos Árabes. Sí, de uno de esos países riquísimos con grandes
torres de cristal, petróleo en cantidades exorbitantes y riquezas incontables.
Vivía en uno de los Emiratos (donde se podía beber alcohol en los hoteles) y
trabajaba en otro.
Pero de todas sus historias sobre esa nueva realidad que
le permitía vivir como un rey hubo una que me quedó en la memoria.
Todos los días llega a la facultad bien temprano y
conversa un poco con el personal. Uno de ellos, jefe de seguridad, recordaba los días en que el Emirato era bien
pobre. La distancia que el profesor hacía en menos de una hora en una autopista
en su flamante Mercedes Benz a su padre le costaba casi una semana en caravana
de camellos. Comían escasamente y la vida era muy difícil en cuanto a
enfermedades, el calor del desierto y el olvido del mundo.
El guardia de seguridad le contó que su familia era tan
pobre que el regalo de bodas de su padre a su madre fue una naranja. Era algo
exótico y caro, o al menos hasta donde su bolsillo podía llegar como regalo
especial.
Ahora todo es diferente y abundante gracias al petróleo.
Y esa historia me causó una rara sensación en mi espíritu
porque me llamó la atención sobre algo que hacía mucho tiempo no pensaba: hace
al menos 4 años que no tengo una bella naranja entre mis manos. Ni una
mandarina. Ni una toronja.
Tenemos otras frutas, pero no cítricos, cuando era lo más
común de esta vida en una Cuba con suelo fértil. Quizás sea solo yo, así que me
lancé a una rápida y corta ronda de preguntas entre los cubanos de a pie que me
rodeaban.
De los 15 adultos, 12 estaban en mi misma situación.
Otros tres la habían podido pagar, pero de una calidad más bien baja a muy
baja. No mencionar la mandarina.
De mis alumnos (promedio de 16 años) 12 la habían comido
dos veces en sus vidas, la mayoría la consideran exótica por lo cara.
Hasta el año 1990 eran posiblemente las frutas más
consumidas en Cuba. Según me cuentan una empresa de Israel se encargó de los
cultivos de cítricos y su exportación. Solo ellos son capaces de producirlos
ante los costos de insecticidas y abonos.
Hay un sentimiento contra el que le lucho todos los días
de mi vida. Es el sentimiento de abandono, de estar luchando contra un mundo
hostil sin posibilidad de ganar. Para mí, ganar significa sentirme libre y
confiado, sin presión, la alegría de ser útil y si algo me sucediera tener una
sociedad que me proteja y me cuide no importa si no tengo dinero o no tenga
salud.
Desde hace unos años el sentimiento de abandono crece,
avanza como un cáncer para el alma. Lo que no sé por qué pienso que al igual
que para los Emiratos el petróleo, para nosotros el poder volver a tener algo
tan sencillo como las naranjas sería un signo de que todo está de vuelta al
mundo del triunfo de la razón en este mundo sin sentido, y en Cuba.
Significaría que no hay bloqueo, significaría que hay
eficiencia y por lo tanto prosperidad, significaría que ganamos y los errores
serian propios y tendríamos a quien reclamar. Y sobre todo sería la vida que
retomaría el cause normal.