lunes, 6 de agosto de 2018

CUBA, recuerdos de religión y chocolate

Mi familia por parte de madre es de origen muy humilde. Tan humilde que en su mayoría, en los comienzos de los años 1950’s había sido diezmada por enfermedades asociadas a la pobreza. 
Así que un día mi abuela, presintiendo que le quedaban pocos meses de vida y además no deseando contagiar  a sus hijos se dirigió al palacio presidencial y allí en la puerta lateral le extendió una carta a la secretaria de la primera dama de por entonces pidiéndole que la ayudara a conseguir alguna escuela o albergue para sus hijos.
Dos semanas después las cinco chicas, mi mamá y sus hermanas, entraban en una escuela atendidas por monjas en un pequeño pueblo en las afueras de la Habana, y el único varón entraba en una escuela atendida por curas. Allí estuvieron por varios años y al salir, la huella principal  que dejó en  sus vidas  fue la religión católica.
Desde el mismo comienzo de la revolución hubo en Cuba un conflicto entre la iglesia y el Estado. Es una historia muy larga y ahora no entraré en ella. Lo que sí es importante es el hecho de que marcó la vida espiritual de varias generaciones de cubanos. 
Fue el primer evento comprendido al cien por cien por una sociedad latina, plural y bastante religiosa: si te expresabas religiosamente, en cualquier sentido, incluido el decir ‘Gracias Dios Mío’ podía representar un estigma que te marcaría a ti y a los tuyos quitándote oportunidades de estudio y trabajo.
Cuando yo nací ya el campo de batalla no existía. Había un ganador: el ateísmo. O eso se creía. El pueblo cubano fingía que “el opio de los pueblos” había sido extirpado de los corazones, aunque en realidad parecía que solo había sido derrotado el dios de los cristianos, pues los dioses africanos casi estaban intocados. Los negros, que en su mayoría pertenecían a esa religión, con esa capacidad que les había dado la historia y sus maltratos, las enseñanzas de una esclavitud de siglos, se adaptaron y sobrevivieron a esta nueva experiencia. Era solo cuestión de esperar.
Por entonces, cuando yo era niño, no podías obtener una buena posición de trabajo o incluso entrar a la universidad si te declarabas religioso, principalmente cristiano. Repito, es una historia larga y llena de sutilezas, y la cuestión es que mi madre, temiendo por mi desarrollo en un país cuya frontera era solamente el mar nunca me hablo de Dios, ni de Navidad, ni de Jesús, ni de ángeles; nunca tuve entre mis manos una biblia, las iglesias eran edificios abandonados y “rezagos del pasado” (en realidad no era así, todavía algunas viejitas asistían a misas) y por supuesto no tengo que decir que nunca fui bautizado.
Y no piensen que esto es historia muy antigua, para nada, todavía en los 1990´s era asi.
La cuestión fue que mi mamá tenía una compañera de trabajo con una historia personal muy parecida a la de ella. La única diferencia era que esta amiga y su familia tenían como objetivo irse de Cuba, sobre todo después de que a su hija le fue rechazada la entrada en la universidad por ser religiosa. Esta amiga iba a hacer una fiesta familiar en su casa y me invitó. En realidad le pidió permiso a mi mamá para que me dejara ir.
La fiesta sería el sábado, yo me quedaría a dormir en su casa y el domingo al mediodía me regresarían a la mía. Todo fue muy bien, la fiesta en realidad no la recuerdo mucho, pero lo que sí recuerdo vívidamente fue el domingo en la mañana: fue la primera vez que puse mis pies en una iglesia. 
Era enorme, esta’ en la quinta avenida del barrio de Miramar, el barrio de los diplomáticos. Había muchos de ellos y sus familias, cubanos pocos. A pesar de que solo tenía seis años lo recuerdo perfectamente. Todo ocurría velozmente, incluso el sermón del sacerdote, todos los vitrales hermosos, la gente bien vestida, primera vez que veía extranjeros y escuchaba otros idiomas. No quería que nada se me olvidara, recorría casi que corriendo la enorme iglesia, pasaba entre la gente, respiraba el olor de las velas, y fue tanto así que María me llamó, y quizás un poco para calmarme o para iniciarme, quién sabe, me dijo que por qué no me iba a ver el cristo en la capilla, me arrodillara y le pidiera algo importante.

Llegué ante él, me lucía enorme y que sus ojos me observaban con ternura desde su cabeza ladeada. ¿Qué podía pedirle que fuera importante?, o al menos importante para mí.
Recordé entonces que la semana anterior, y después de mucho tiempo, había comido unas pastillas de chocolate. ¡No hay mejor sabor en el mundo!, y sobre todo para un niño de seis años. Pero al llegar al fin de semana y pedir por más mi mamá me dijo que no, que se habían acabado, y de una forma dada por la costumbre me dijo: “! y reza porque algún día haya más porque parece ser que no lo veremos en mucho tiempo!”
Y allí estaba yo, frente al Cristo, de rodillas, pensando en qué pedirle. Levanté la vista  y dije: “Dios mío (para mi eran lo mismo Jesús que dios), te pido que nunca jamás me deje de gustar el chocolate, aunque pasen muchos años”. Hice lo que vi que todos hacían: me persigné, me levanté y con lo que hoy considero fue un tremendo acto de fe salí alegremente de la capilla.
Y efectivamente, pasó mucho tiempo, incluso años hasta que pude comer chocolates otra vez, me supo a gloria, me estremezco cada vez que lo como, y siempre me viene a la mente Jesús.

Asocio el chocolate con la escasez por los años que nos faltó a los niños en Cuba, con otros mundos, con la alegría y la navidad, con amigos que retornan, con la fidelidad, y con la abundancia porque  todas las historias de éxito y de amor se celebran con chocolate.

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