Cuba da la impresión de que colapsa o casi ante el peso de la Historia. No hablaré desde el punto de vista político, sino de la realidad. Cada uno de nosotros tenemos nuestros argumentos y razones para defender un sistema o criticarlo, pero de eso no escribiré.
Describiré lo que ven mis ojos y siente mi alma. Seré breve.
Ya desde antes de la pandemia la mayor parte del país colapsaba.
Las escuelas, los hospitales, las calles, casi todo excepto los hoteles y
supongo que estos resistían por el capital extranjero.
Cada año un huracán deja
miles de casas sin techo y gente que lo pierde todo... por enésima vez. Edificios
de cinco plantas que demoran veinte años en construirse y por lo tanto,
ciudades que colapsan más rápido que lo que se construye genera miles de
problemas humanos cada año.
Pero de alguna manera mi Habana, la que yo vivo, la del
centro, resistía. Jardines, avenidas,
mansiones, edificios altos, agua y electricidad constante, el mar.
Llegó Trump, que los cubanos llamamos “la coyuntura” o “segundo
periodo especial” y La Habana también comenzó a caer bajo su peso de dos
millones de residentes, de los cuales casi un millón viviendo en condiciones
muy malas.
Y después llegó la pandemia. Alguien dijo durante esos años que
finalmente los gobiernos nos tenían donde siempre habían querido tenernos:
encerrados en nuestras casas y en nuestros miedos. Fue un mazazo casi mortal en
sí mismo, imaginen eso combinado con reforma monetaria e hiperinflación resultante.
Se fue la pandemia y ahora estoy sentado en una avenida
preciosa y desierta. A las diez de la noche la ciudad se vacía, digamos que
secuela de la pandemia y de la crisis económica. Pequeños negocios tratan de
reabrir, pero no hay dinero para disfrutarlos. Por primera vez en décadas ir a
un hotel a comer resulta más barato que a un pequeño restaurante. Estoy sentado
en una avenida que termina en el mar, en picada va descendiendo y desde
mediados ya se ve el mar con sus olas alborotadas por un huracán que golpea el
norte de la Florida, en Estados Unidos. No hay nadie, abro mi mochila, saco una
copa y una botella de vino a la que todavía le queda la mitad. Y yo que nunca he
bebido comienzo a tomar sorbos mientras la tristeza, que ya llenaba mi corazón, me
sale por los poros, por los ojos, por el aliento y los oídos, y cayendo sobre
el pavimento, va corriendo avenida abajo hacia el malecón.
Estoy frente al edificio que siempre he querido vivir ,
rodeado de silencio, luces encendidas, pero al mismo tiempo sombrías. Nadie. Tenía la esperanza de que alguien al menos estuviera vagando en una ciudad ya
abierta, pero no sucedió.
A medianoche regreso a casa. En unas cuatro horas comenzaran
a salir las ratas humanas que han secuestrado el aliento del cubano. Traficantes
de alimentos, profesionales que han preferido especular con medicamentos y
comida que continuar ayudando con sus profesiones, revendedores de gasolina,
los corruptos y los que corrompen. Casi en casa un grupo de personas en un
portal se despiden, es obvio, maletas y muchas lágrimas. Posiblemente uno de
esos tantos que se marchan de Cuba con un poco de esperanza en otra vida, otro
mundo que también, por demás, ha sido secuestrado por otras ratas humanas que
hablan con otros acentos, pero donde nos dicen que aún queda espacio para. . .
en fin, para llenar ese espacio entre pecho y espalda.
Cada día nos levantamos con el pensamiento de que nos llegarán buenas noticias, pero como con las gotas de rocío, la luz del sol disipa los pensamientos y nos muestra la realidad.
No obstante, la esperanza siempre está viva.
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