martes, 17 de diciembre de 2024

HISTORIAS DE FIN DE AÑO. Un momento en la noche en el malecón

 Unos minutos en el Malecón

Alguien una vez me dijo que el mundo me arrollaría. Que no era lo suficientemente listo. Pues nada, los años pasaron y como había que vivir de todos modos, pues me he tratado de divertirme por el camino, he tratado de no hacer el mal y cosas como algo de dinero no me han faltado. ¡Hay tanto que ver, tanto que hacer! Y ciertamente no hay nada de malo en recorrer la vida lejos de las avenidas principales, y hacerlo por las calles laterales, de vez en cuando creer que somos estrellas de Rock. En definitiva, todo lo que brilla no es oro. El mundo ya es bastante agresivo, y posiblemente se volverá peor. Es como patinar sobre una capa delgada de hielo. Pero hay que seguir adelante. En fin, que no soy brillante, ni guapo, pero estoy aquí. Lo importante es resistir lo más posible y no deprimirse.

Y entonces recorrer las calles de La Habana puede resultar una prueba de fuego. Hay tanto espíritu vagando por ellas. Las personas pasaron hace un rato, pero los olores que dejan—la alegría, la esperanza, la tristeza, el ansia de revancha, los sueños de escapada, las frustraciones—permanecen por un rato flotando en el aire. Y algunos incluso por décadas, solo hay que sentarse un rato, cerrar los ojos y te llegan las lágrimas del pasado, los alientos de gente huyendo o persiguiendo a otros, y otros sentimientos que te arrastran si no tienes buenos cimientos.

El Malecón, otrora escenario de desenfreno y pasión, ahora respiraba una melancolía contenida. El mar, eterno confidente, acogía mis lágrimas como si fueran gotas de lluvia. Su rumor, profundo y ancestral, me envolvía en un manto de paz, disolviendo mis penas en la inmensidad del océano. A mis espaldas, la ciudad dormía, sumida en un apagón que acentuaba la oscuridad de la noche. Las luces de los faros, como ojos vigilantes, recorrían el horizonte, mientras los edificios, silueteados contra el cielo, parecían susurrar historias secretas.

El Malecón, con sus cicatrices de sal y viento, susurraba historias de amores y desamores, de triunfos y derrotas. Cada piedra, cada grieta, era un capítulo en la crónica de una ciudad que ha visto pasar siglos. Y yo, sentado en su borde, me sentía parte de esa historia, un grano de arena en la inmensidad del tiempo.

La brisa marina, salada y húmeda, me despeinaba el cabello y me llevaba consigo los restos de mis preocupaciones. La ciudad, con sus luces parpadeantes y sus sonidos amortiguados, parecía una criatura dormida, soñando con días mejores. Y yo, junto a ella, soñaba también.

Humberto

Guia Local y Maestro.

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