Ayer, por fin, hablé con mis amigas. Me contaron sus planes con una claridad que intenté recibir sin resistencia. No tengo ningún inconveniente —me repetí—, aunque en el fondo no sé desde cuándo venían gestándose esas ideas. Sin embargo, antes de que regresaran, yo mismo le había dicho que era muy posible que a mi madre no la aceptaran en la Embajada Española porque su identificación está muy gastada y ella muy mayor incluso para ir fuera de casa a las oficinas. Que, cuando volviera, hablaríamos de esa posibilidad… una posibilidad que, incluso sabiendo que existía desde hace tiempo, nunca estuvo entre mis intereses reales. No lo está todavía.
Y se lo he dicho muchas veces a quienes han querido escucharlo.
Porque para irse de un país no basta el deseo ajeno, ni el espejismo de un supermercado o unas tiendas llenas. No me veo marchándome sin capital, sin redes propias, sin un trabajo seguro. No me veo dependiendo de otros para sobrevivir en un lugar donde “no hacer las cosas que hace la gente” puede ser una sentencia. No me veo construyendo una vida con un pasaporte que, en teoría, abre puertas, pero que en la práctica no garantiza nada.
Aun así, estuve pensando en el
futuro.
Un futuro incierto, sí, pero no improbable. Lo que está ocurriendo ahora en el Caribe podría terminar de formas que empujen a muchos hacia Cuba. Y quizás entonces escapar de la guerra —esa vieja idea soterrada en la historia de los pueblos— vuelva a parecer razonable.
Una madrugada y una voz
Hoy, a las cinco menos cuarto de la mañana, me desperté sin motivo aparente. Medité. Respiré. Y entonces ocurrió algo que hacía años no me visitaba: una voz interior, grave, solemne, ajena a mi propio tono habitual. No era mi voz, o quizá sí, pero transfigurada.
Esa voz fue un aviso.
La primera campanada de un ciclo duro, difícil, inevitable.
Me dijo —o me dije— que voy a quedarme solo. Que los momentos más complejos de mi vida no los viviré acompañado. Mis amistades, mis afectos, mis posibles relaciones… todos estarán lejos, no por falta de amor sino por distancia. Por imposibilidad. Por la vida misma.
Y que debo prepararme.
Que tengo que asumir las pruebas venideras en soledad, porque así será.
Desde esa voz comencé un diálogo interno. La lógica de lo que viene. La lógica de la tristeza.
Cuando la tristeza hace cuentas
Mi corazón esta entre pecho y espalda. Pero mi cerebro está donde siempre ha estado, y nunca me ha fallado. La mente opera con ecuaciones simples: dos más dos es cuatro.
Así funciona la intuición cuando la vida te ha mostrado suficientes patrones.
No es visión ni profecía: es lógica emocional en un país que ha aprendido a vivir entre despedidas.
La “lógica de la tristeza” es esa ecuación invisible que guía a quienes creen que otra vida afuera significa felicidad. Y sí, quizás coman mejor, se vistan mejor, respiren con más holgura. Pero si la felicidad consiste solo en eso, entonces basta con ropa linda y comida abundante.
Yo, si, siento una contentura cuando uso la ropa que me mandan mis amigos, cuando entro a la escuela bien presentado y mis alumnos me miran con ese “wow” que me devuelve un pedazo de autoestima. Es ego, lo sé, pero también es pertenencia. Pero la felicidad es cuando enseño, ayudo, tomo manos de gente necesitada entre las mias.
Y la misma lógica me dice tambien: el olvido es inevitable. Las personas prometen recordar, pero una vez resuelven sus necesidades, el olvido llega con la misma naturalidad con que llega el desayuno.
La voz de esta madrugada fue clara:prepárate para el olvido.
Porque vendrá.
Porque siempre viene.
Las lágrimas serán amargas, y solas. No habrá a quién recurrir dentro del desastre de salud pública, ni a quién llamar cuando llegue la hora oscura.
La lógica de la esperanza
Pero no todo es un cálculo
frío.
Existe también esa otra lógica: la esperanza.
No funciona con operaciones
exactas.
No es cuatro ni seis ni
ocho.
La esperanza es 2 + 2 = ?
Un signo de interrogación que cabe dentro del pecho humano.
Es esa voz —menos solemne pero más terca— que te dice que si eres una buena persona, si eres honesto, si te esfuerzas por los tuyos (y los míos son poquísimos), las cosas deberían salir bien.
La experiencia dice que no siempre es así.
Pero aun así existe ese motorcito, ese comodín emocional, esa pequeña modificación del banco duro que permite aguantar las diez horas.
La esperanza es eso:
no cambia la espera, pero
amortigua.
Comprender no es resignarse
El amanecer de hoy me trajo estas meditaciones.
Tristes, sí.
Pero también iluminadoras.
Es como cuando a un enfermo de cáncer le dicen que no hay nada que hacer. No es resignación, es comprensión. No se renuncia a vivir; se asume la verdad con la dignidad posible.
Así estoy yo:
entre la lógica de la tristeza y
la lógica de la esperanza.
Entre lo que sé y lo que
deseo.
Entre lo que ocurrirá y lo que todavía sueño.
Lo único que queda es observar cómo se desarrollan los acontecimientos, con la serenidad de quien ya ha entendido que la vida, incluso en su forma más dura, sigue siendo vida.
Y que mientras exista un 2 + 2
= ?, quizás todavía hay algo por lo que esperar.
Humberto. Maestro y Guía de turismo. Tours en la Habana. Historia, Arte, Sociedad.
WhatsApp+5352646921
