Lelé
En un apartamento del Vedado, con el sonido distante del mar colándose por las ventanas abiertas. Una mujer madura, elegante sin esfuerzo, habla mientras sostiene una copa, sentada frente a su reflejo.
¿Sabes qué es lo más difícil? No es envejecer. Es mirar atrás y sentir que lo más intenso ya lo viviste... que ya no queda qué conquistar.
En los noventa, La Habana era una ciudad rota y brillante. El mundo se nos venía abajo, pero nosotras lo enfrentábamos con tacones y carmín. Yo era madre, sí, pero también actriz, traductora, profesora ocasional... Y en la noche, otra cosa. Era muchas mujeres en una sola piel.
Mi hijo dormía, y yo salía a representar mi papel. A veces Audrey Hepburn, a veces María Félix. Me aprendí los gestos, las frases, los silencios con los que se seduce y se negocia al mismo tiempo. Cada encuentro era una oportunidad, una inversión. Porque en esta isla no se vivía, se sobrevivía. Y yo tenía que darle un futuro, aunque para eso tuviera que hipotecar el mío.
¿Fue por dinero? Claro. ¿Por ambición? También. Pero más que nada, fue por ilusión. Ilusión de que algún día saldríamos de todo esto. De que mi hijo hablaría inglés mejor que yo, de que viviría una vida donde los sueños no se sintieran tan lejanos ni tan caros.
Había algo hermoso en aquel caos. Las amigas éramos como una troupe de teatro sin escenario fijo. Todas con nombres prestados, perfumes de imitación, acentos ensayados. Los turistas nos veían como postales vivas, y nosotras aprendimos a darles lo que querían, mientras buscábamos lo que necesitábamos.
Cuando decidí irme fue porque el reloj corría más rápido que mis excusas. Mi hijo estaba por entrar al servicio militar y yo no iba a permitir que lo convirtieran en un número más. Encontré a mi sueco, empaqué lo justo y pagué por adelantado las clases de inglés. Era mi forma de quedarme sin estar.
Y me fui. Con un pasaporte vencido, un hijo adolescente, y una certeza tan frágil como luminosa: allá afuera todo sería mejor.
Y fue mejor. Al menos por un tiempo.
Barcelona me dio estabilidad. Un apartamento, un trabajo, cierta dignidad. Pero también me quitó algo que no supe nombrar hasta muchos años después.
Aquí —en esta ciudad, en esta humedad que se mete hasta en los huesos— yo era alguien. No por lo que hacía, sino por lo que me jugaba. Cada día tenía un propósito: sobrevivir, cuidar, resistir. Después de emigrar, la vida siguió, sí. Pero ya no ardía. Ya no dolía ni emocionaba. Era como flotar en un acuario limpio: sin hambre, sin miedo... pero también sin sentido.
Mi hijo ahora es un ciudadano del mundo. Mercenario, le dicen algunos. Yo prefiero pensar que es libre. A veces viene y nos sentamos en este balcón. Me habla de guerras y fronteras, de idiomas que no entiendo. Yo le hablo de Alex, de las chicas, de los polluelos. Reímos. Pero en el fondo, sé que hablamos lenguajes distintos. Él vive en el presente. Yo, en el eco.
¿Y sabes qué es lo más irónico? Que ahora que podría escribir todas aquellas cartas en inglés, ya no tengo a quién escribirle.
La Habana sigue aquí, con sus balcones y su salitre. Me recibe cada año como si no me hubiera ido. Y yo, cada vez que aterrizo, vuelvo a sentirme viva. Solo que distinta. Como si ya no formara parte del reparto principal, sino como una actriz retirada que regresa al teatro vacío... y saluda al telón que no volverá a subir.
[Pausa larga. Mira por la ventana, como si esperara algo que no llega.]
No me arrepiento. Elegí lo que creí mejor. Y ahora tengo a mi hijo, un apartamento en Barcelona, este rincón en el Vedado, y recuerdos suficientes para llenar diez vidas.
Pero a veces me pregunto… ¿qué se hace con la vida cuando ya todo lo urgente está resuelto? ¿A qué se despierta una mujer que ya no necesita luchar?
Sorbe el vino con calma. Me mira , luego sonríe leve, apenas.
Tal vez mañana lo descubra.
Humberto Guia & Maestro en la Habana Whatsapp +5352646921
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