La relación que tienen los cubanos de hoy en día con
los alimentos es muy peculiar, por no decir dramática. Como todo en la vida de
los cubanos que han nacido y vivido en la Cuba después del 1959, la comida también
está teñida con tintes políticos. Cuando los dioses del planeta deciden que los
alimentos se conviertan en un arma política, en una fuente de chantaje, el acto
de comer y disfrutar pasa nuevamente a ser lo que fue en otros tiempos, cuando
el hombre recorría kilómetros para encontrar algo que llevarse a la boca:
supervivencia.
Yo por ejemplo cuando salgo a comprar algo de alimentos
le llamo ‘salir de cacería’. Es un acto de fe, es un juego de azar, es una
adivinanza maquiavélica, nunca se sabe.
Hay miles de historias, experiencias duras, que tenemos
los cubanos y que nos han marcado y nos causan un miedo tremendo a no tener
alimentos. Es normal, diría cualquiera, en el mundo hay mucha gente que pasa,
pero no estoy hablando de un miedo lógico, es un terror a volver donde
estuvimos cuando desapareció la Unión Soviética y nos quedamos sin socios
comerciales.
Hoy les contaré cuatro o cinco historias personales.
Las reduciré a un mínimo de palabras, evitare’ ser dramático lo más posible. Pero
deseo que comprendan que todas han dejado secuelas en mí y en la mayoría de los
cubanos. Los que se han ido a vivir fuera de Cuba se echan a llorar en los
supermercados, los que vivimos en Cuba acaparamos lo más que podemos porque
tenemos la certeza que más temprano que tarde habrá escases nuevamente. Es cíclico.
Hamburguesas
Después de casi un año sin comer proteínas por fin el
gobierno encontró una solución. Ya había personas que enfermaban por falta de proteínas
y vitaminas. Entonces una vez cada 15 días asignaban a cada cuadra un
restaurante donde debíamos ir a buscar una hamburguesa. Pero atención, una
acera una vez y la otra acera dos semanas después. Un ticket para una familia.
El ticket decía la cantidad de personas que tenía la familia. Llegábamos, una
cola (la más silenciosa y triste que nunca había y he visto), al principio se trató
de disfrazar un poco las cosas para que no luciera patético. Un pan con ajonjolí,
tomate y un pepinillo. Después solo un pan con la hamburguesa. Finalmente solo
la hamburguesa. Y en unos meses nada.
¿Sentimiento? Humillación.
COL
La llamábamos “colada”. Fue la temporada de la col y un
poco de tomate. Hacíamos como un estofado, pero con col en vez de carne. En el
almuerzo, en la cena. Así por tres meses fue casi lo único que comimos.
¿Sentimiento? Desesperación, sensación que no resistiría.
PIERNA
DE CERDO
Un amigo de mi papa’ reapareció después de casi dos
años sin visitarnos. Porque necesitaba algo de nosotros. Nos trajo de ‘regalo’
una pierna de cerdo. Hacía ya 5 años que no comíamos no solo cerdo sino carne
roja de ningún tipo. Mi mama’ preparo’ un bisté para cada uno. Creo que con
solo el olor que despedía en el sartén yo me llené. Lo comimos lentamente, había
también arroz y frijol negro. Todo un banquete. Aquella noche hubo hasta sobremesa.
Al día siguiente parecía que me habían puesto una inyección
de vida. Mis músculos se sentían diferentes, podía hasta ver con más claridad y
sonreíamos por cualquier cosa. Y recordé las palabras de un profesor que tuve
cuando estudiaba medicina: el ser humano es omnívoro, pero solamente pudo
desarrollar su cerebro cuando pudo comer la carne cocinada. ¿Sentimiento? Al principio
esperanza, después miedo de regresar.
EL
HUESO DE LA PIERNA DE CERDO
Llegó a su fin la pierna de cerdo. Quedaba el hueso y
la piel. Nosotros vivíamos en una zona donde siempre teníamos agua y
electricidad, pero nos faltaba el gas para cocinar. Tenía una amiga que en su
zona no faltaba el gas, pero faltaba mucho el agua y la electricidad. Así que
ella venía a lavar la ropa mi casa y yo cocinaba en la suya.
Un día partí con los frijoles para su casa, y con el
hueso de la pierna para darle más sabor y sustancia al potaje. Antes de partir
mi mama’ me dijo que cuando terminara de cocinar, y con mucho tacto, les preguntara
a mi amiga y su esposo si querían quedarse con el hueso para que hicieran unos
frijoles “diferentes” también. Así lo hice, y claro, aceptaron. Me despedí y
quedamos que al día siguiente regresaría para hacer arroz.
Al día siguiente mientras hacia el arroz, mi amiga me
pregunto’ si le podía pasar el hueso a la vecina de los altos porque ella creía
que todavía se le podía sacar más sabor. ¿Sentimiento? Atrapado en un hueco sin
salida.
Producto de todos aquellos años muchos cubanos
desarrollamos algún tipo de neuritis. Yo debute’ con migrañas y calambre en las
manos que aun hoy me duran. Eso por mencionar solo algunas cosas. Nuestras historias
personales son diversas y la mía trato de no olvidar. No porque me guste
recrear lo malo, es para valorar cada bocado de alimento que viene a mí,
agradecer a las personas que los cultivan y lo hacen llegar de alguna manera.
Cada alimento es una bendición y lo valoro como tal.
Las personas que me conocen saben que muy pocas veces
dejo algo en el plato. Es más, cuando vamos a algún restaurante (aun hoy un
lujo para la mayoría de los cubanos) mis amigos separan la parte que no comerán
y después me la dan. Tengo un hambre infinita, soy como un limpia-pecera, no me
gusta dejar en el plato lo que considero una bendición, y no comprendo a esos
cubanos que dicen que no comen esto o aquello por simplemente un detalle. Disfruto
cada sabor, cada aroma de la comida y lo que trae añadido: las bebidas, las
especias, las conversaciones. Me lleno tanto que a veces me siento mal, pero
nada comparado a tener el estómago pegado a la espalda.
Son otros tiempos. Hay algunas salidas decorosas para
el gobierno actual, pero para nosotros el fantasma está ahí. ¿Cuál es el
sentimiento que predomina en mi cuando miro al pasado reciente? El miedo a pasar
hambre otra vez. El día en que los padres deben de dejar de comer para garantizarle el alimento a los hijos, y cuando los hijos sonreimos mientras le decinos a nuestro ancianos que coman que ya nosotros comimos algo en la calle.