Diario de una Habana que se apagaba despacio (fragmento, 1970)
Nací en La Habana cuando aún humeaban los rescoldos de una ciudad que había sido famosa por sus noches interminables. Nadie lo decía ya en voz alta, pero quedaban, desparramados como pruebas de otro tiempo, los vestigios de aquella capital que presumía de tener más cines que París y donde los grandes cabarets competían con los hoteles por las madrugadas. Una ciudad que servía de laboratorio para las compañías norteamericanas y de trampolín para los europeos que ansiaban seducir al mercado del norte a través del gusto exigente —y sorprendentemente americano— de nuestra clase media.
Yo vine al mundo cuando esa Habana aún no se había terminado de borrar.
En las fachadas de edificios y casonas, algunas de ellas ya fatigadas, sobrevivían placas corroídas que anunciaban consultorios de médicos ilustres: especialistas de renombre continental cuyos métodos terapéuticos habían sido noticia en revistas extranjeras, cirujanos discretos que reconstruían la virginidad de muchachas asustadas, doctores que amasaron fortunas atendiendo a estadounidenses que buscaban en La Habana aquello que su propio país les prohibía. Todavía estaban allí, sostenidas por tornillos herrumbrosos, como si se resistieran a desaparecer del todo.
Lo mismo ocurría con los viejos bancos: nombres solemnes incrustados en bronce sobre las paredes, testigos mudos de una prosperidad que había cambiado de dirección. Las aceras de granito de Centro Habana, con sus mosaicos de colores y letras incrustadas como tatuajes urbanos, marcaban espacios donde alguna vez corrieron cantidades de dinero que hoy nos resultarían inverosímiles.
Y los autos. Si ahora los clásicos son orgullo turístico, imagino que en mi infancia eran simplemente los únicos que quedaban. Eran reliquias vivas que se negaban a morir, fantasmas mecanizados de una época que no alcanzamos a conocer. Tener un auto privado ya no era signo de estatus, sino de supervivencia. Mi generación crecío aprendiendo a distinguir marcas y modelos que en otras partes del mundo eran piezas de museo.
Nací cuando el embargo apenas cumplía una década, aunque su sombra ya era larga. Aun así, la gente vestía ropa que venía del pasado: vestidos que habían sobrevivido a varias dueñas, camisas que guardaban la textura de una era distinta. Y, sin embargo, casi todo el mundo tenía a alguien en el extranjero: un primo que se fue, un amigo que no volvió, un silencio que empezaba a convertirse en costumbre.
Desde 1963, una palabra lo había cambiado todo: nacionalización. Primero los grandes negocios, después los medianos, más tarde los pequeños. Yo crecí creyendo —y quizá no me equivocaba— que la propiedad privada era un concepto de los libros, algo que mis padres recordaban y yo solo podía imaginar.
Pero no todo era pérdida. Para muchos, aquellos años se veían como una época heroica. Se hablaba con orgullo de los jóvenes que marcharon a erradicar el analfabetismo, de las reformas agrarias que prometieron devolver tierras robadas por generaciones, de las leyes de vivienda que, al menos en el discurso, ponían techo sobre las cabezas que lo habían esperado toda una vida. Era un país nuevo, aunque aún no supiéramos qué significaba exactamente esa novedad.
“Alea jacta est”, dirían algunos. La suerte estaba echada. Mi generación crecería bajo un rigor que querían llamar espartano: privaciones que se asumían como parte de una épica necesaria, austeridades que con el tiempo se volvieron paisaje. El tiempo pasaba, sí, pero lo hacía a un ritmo extraño. Lo advertíamos porque nuestros padres envejecían y nuestros abuelos morían; fuera de eso, todo permanecía igual: las casas, los carros, las ropas gastadas, la ausencia de novedades tecnológicas, la idea de que vivir era resistir en una cápsula de tiempo.
Y un día llegaron otros rubios. No los anglosajones del pasado, sino eslavos de gesto opaco, hombres que no venían por los cabarets sino por razones menos fáciles de explicar a un niño. Entendimos —sin que nadie lo explicara— que ya no estábamos solos en el mapa: éramos una pieza en un tablero inmenso llamado Guerra Fría.
Así crecimos: entre ruinas que no sabíamos que eran ruinas, entre épicas contadas en voz baja, entre un pasado que todavía respiraba y un futuro que todavía no tenía forma. Y así aprendimos que cada ciudad tiene dos historias: la que se vive y la que, años después, se recuerda. Esta es la mía.
Humberto. Tours en la Habana. Historia, Arte, Sociedad. WhatsApp+5352646921

