jueves, 31 de julio de 2025

La vida, ¿es bella?

Cada mañana se abre como una grieta. No amanece: se cuela.

Y antes de que la luz tome forma en la pared, yo ya estoy de pie, descalzo, caminando hacia su respiración , ese vaivén pausado que me recuerda que seguimos. No es miedo. Es un hábito que se ha vuelto ceremonia. Como quien riega una planta que no debe marchitarse. Como quien guarda un fuego que no debe apagarse.

A veces me pregunto si eso es el amor: vigilar la vida ajena como si fuera la propia.

Hace poco volví a ver La vida es bella. La había visto antes, claro, pero esta vez no la vi: me vi. Entendí a Guido no como un personaje, sino como un espejo. Ese gesto de inventar un mundo amable en medio del desastre no es ficción; es defensa. No se trata de mentir. Se trata de filtrar. De ofrecer al otro lo que todavía puede salvarse del derrumbe.

Mi madre viene de una época sin piedad. La tuberculosis le robó el apellido a casi toda su familia. Creció entre ausencias, pero no se amargó. Ni siquiera cuando nos rechazaron por ser "de origen humilde", como si el amor viniera con pedigrí. Ella no respondió. Me abrazó. Me dijo: “somos suficientes”. Desde entonces, llevo esas palabras como quien lleva un abrigo en un país que olvidó el verano.

La isla cruje bajo el paso de la Historia, bajo el peso de las sanciones.
Cuba no grita: suspira, como un pulmón cansado que aún resiste.

Las estanterías vacías, las noches en negro, el murmullo de lo incierto filtrándose por debajo de las puertas. Pero yo salgo igual, cada día, como quien ensaya una coreografía secreta para que ella no vea el caos. Trabajo. Busco. Regreso. A veces traigo un dulce improbable, una fruta, un libro que huele a otros mundos.

Mi salario no alcanza para nada, salvo para esta ficción que sostengo: que el mundo aún tiene esquinas amables.

Ella no me lo pide. Pero yo lo hago. Porque su paz es mi trabajo no remunerado.
Porque si el país colapsa, al menos que no le colapse a ella.

En la mesa siempre hay sobremesa. Después le leo en voz alta. Le pongo su música.
A veces le hablo de los vecinos como si todos estuvieran bien, como si nadie se hubiera ido.
Como si todavía estuviéramos todas voces .

Sí, hay días en que el cuerpo se me cae de cansancio. En que no hay metáfora que me consuele. Pero entonces la veo: sentada en la terraza, tranquila, tarareando, pasando página como si no pasara nada. Y entonces sí: todo vale la pena. Porque si ella está bien, yo también.

He visto partir a muchos. Huyen con la lógica del que no puede más. No los juzgo. Cada cual tiene su punto de quiebre. Pero el amor no se remesa. Los abrazos no cruzan fronteras en sobres amarillos. Nadie traduce las noticias para que suenen menos trágicas desde una oficina en Miami.

Quizás nací aquí no por azar, sino porque alguien tenía que quedarse. No para resistir con mayúsculas, sino para acompañar con minúsculas. Para enseñar Para ser testigo. Para ser escudo.

Porque si algo he aprendido —de ella, del cine, de la música que resiste el tiempo, de lo que escribió Sábato o cantó Silvio— es que la belleza no se esconde en la facilidad de los días, sino en el empeño de habitarlos con sentido.

Y así, en este teatro sin público, con ella como protagonista y yo tras bastidores, sostenemos lo que queda. No por heroísmo, sino por lealtad a lo que aún amamos.

La vida, ¿es bella?
No siempre. Pero a veces, en ciertos rincones donde alguien cuida de otro, sí.

Y eso basta.