Cada mañana se abre como una grieta. No amanece: se cuela.
Y antes
de que la luz tome forma en la pared, yo ya estoy de pie, descalzo, caminando
hacia su respiración , ese vaivén
pausado que me recuerda que seguimos. No es miedo. Es un hábito que se ha
vuelto ceremonia. Como quien riega una planta que no debe marchitarse. Como
quien guarda un fuego que no debe apagarse.
A veces
me pregunto si eso es el amor: vigilar la vida ajena como si fuera la
propia.
Hace poco
volví a ver La vida es bella. La había visto antes, claro, pero esta vez
no la vi: me vi. Entendí a Guido no como un personaje, sino como un
espejo. Ese gesto de inventar un mundo amable en medio del desastre no es
ficción; es defensa. No se trata de mentir. Se trata de filtrar. De ofrecer al
otro lo que todavía puede salvarse del derrumbe.
Mi madre
viene de una época sin piedad. La tuberculosis le robó el apellido a casi toda
su familia. Creció entre ausencias, pero no se amargó. Ni siquiera cuando nos
rechazaron por ser "de origen humilde", como si el amor viniera con
pedigrí. Ella no respondió. Me abrazó. Me dijo: “somos suficientes”. Desde
entonces, llevo esas palabras como quien lleva un abrigo en un país que olvidó
el verano.
La isla
cruje bajo el paso de la Historia, bajo el peso de las sanciones.
Cuba no grita: suspira, como un pulmón cansado que aún resiste.
Las
estanterías vacías, las noches en negro, el murmullo de lo incierto filtrándose
por debajo de las puertas. Pero yo salgo igual, cada día, como quien ensaya una
coreografía secreta para que ella no vea el caos. Trabajo. Busco. Regreso. A
veces traigo un dulce improbable, una fruta, un libro que huele a otros mundos.
Mi
salario no alcanza para nada, salvo para esta ficción que sostengo: que el
mundo aún tiene esquinas amables.
Ella no
me lo pide. Pero yo lo hago. Porque su paz es mi trabajo no remunerado.
Porque si el país colapsa, al menos que no le colapse a ella.
En la
mesa siempre hay sobremesa. Después le leo en voz alta. Le pongo su música.
A veces le hablo de los vecinos como si todos estuvieran bien, como si nadie se
hubiera ido.
Como si todavía estuviéramos todas voces .
Sí, hay
días en que el cuerpo se me cae de cansancio. En que no hay metáfora que me
consuele. Pero entonces la veo: sentada en la terraza, tranquila, tarareando,
pasando página como si no pasara nada. Y entonces sí: todo vale la pena. Porque
si ella está bien, yo también.
He visto
partir a muchos. Huyen con la lógica del que no puede más. No los juzgo. Cada
cual tiene su punto de quiebre. Pero el amor no se remesa. Los abrazos no
cruzan fronteras en sobres amarillos. Nadie traduce las noticias para que
suenen menos trágicas desde una oficina en Miami.
Quizás
nací aquí no por azar, sino porque alguien tenía que quedarse. No para
resistir con mayúsculas, sino para acompañar con minúsculas. Para enseñar Para
ser testigo. Para ser escudo.
Porque si
algo he aprendido —de ella, del cine, de la música que resiste el tiempo, de lo
que escribió Sábato o cantó Silvio— es que la belleza no se esconde en la
facilidad de los días, sino en el empeño de habitarlos con sentido.
Y así, en
este teatro sin público, con ella como protagonista y yo tras bastidores,
sostenemos lo que queda. No por heroísmo, sino por lealtad a lo que aún amamos.
La vida,
¿es bella?
No siempre. Pero a veces, en ciertos rincones donde alguien cuida de otro,
sí.
Y eso
basta.