Todo un
piso del largo y ancho del hotel quedaba vacío cada noche. E incluso por el día
solo un tercio era utilizado, y a veces ni eso.
Ventanales
y ventanales , entre veinte y veinticinco , mayormente de dos hojas que se
abrían unos hacia la ciudad y otros hacia el mar. Otros solo dejaban pasar la
luz pues eran de un cristal opaco que en el medio tenia como unos entramado de
alambre en forma de colmena que supongo era para en caso de huracanes y posible
rotura no se rompiera en mil pedazos que volarían desde una altura increíble
como proyectiles sobre la ciudad y caerían sobre las casas vecinas, sus patios,
las aceras. Es un edificio de diez pisos que equivaldrían a veinte de los de
hoy en día.
En todo ese paraíso de luz y olor a mar , pues
el hotel se encuentra a solo dos cuadras del océano y sin obstáculos entre
ellos, había un área que siempre estaba oscura y cerrada. Yo le decía el
almacén, aunque en verdad no lo era desde el punto de vista del trabajo del
hotel en si mismo.
Así que
una vez despachado el día comenzaba la magia.
Es
decir, las camareras para sus pisos con sus enormes bultos de ropa limpia:
sabanas, fundas y toallas impregnando de
olor a nuevo y limpio los elevadores.
Los reportes de habitaciones entregados para poner en pequeñas casillas
y mediante números la historia de la noche en cada habitación, en cada piso.
Las supervisoras ya buscando los errores de alguna camarera descuidada y ellas
mismas tratando de escapar del calor o el frío del día refugiándose en una
limonada o un té tempranero en la cocina, donde estaba El guajiro, un cocinero
tosco y vulgar, pero con un cuerpo que valía la pena admirar a través de su
uniforme blanco como la masa del coco.
Entonces
el décimo piso quedaba con solo dos empleadas: el Ama de Llaves y la encargada
de la ropería. Y yo. Y los ruidos que solo se podían percibir en el silencio de
las alturas.
Durante
años ese silencio estuvo interrumpido algunas veces por personajes, o personas
que no sabia decir si eran reales o no. Es decir, entraban poco tiempo, hacían
algo por allí y se marchaban como habían llegado, desde la nada. Quizás con
muchos de esos personajes sucedió como con la lámpara de la historia infantil,
cuando uno frotaba alguno de los objetos que pertenecieron a ellos entonces de
alguna manera alguien nuevo para mi, pero en cierta forma siempre presente en
el hotel se hacia visible e interactuaba quizás por ultima vez con alguien de
este mundo, de esta época.
Y es que
era muy difícil ignorar todos esos tesoros tirados en el almacén del piso 10.
Allí se habían puesto y cada año aumentaban las pertenencias de todos aquellos
que habían fallecido en el hotel, o que se habían marchado y dejaban muchas
pertenencias detrás sin decir si algún día retornarían por ellas. Y también
había muchas cosas del hotel, los recuerdos de un lujo ya ido para siempre.
Vajillas
de porcelana holandesa, con amplios platos llanos y hondos tan blancos que
incluso en la semi oscuridad de aquel lugar cuyas ventanas estaban
permanentemente cerradas le daban la bienvenida alegremente a cualquier rayo de
luz, natural o artificial y respondían con un destello puro, aunque breve.
Algunas de ellas tenían paisajes de mar todo en azul y todas tenían un número
en el la parte del fondo que se ponía sobre la mesa. Siempre me pregunté como
es que los empleados y empleadas no se llevaban esos platos en una época en que
ya faltaban en Cuba tantas cosas de las tiendas, para no decir vajillas, ni tan
siquiera habían platos. Ya la mayoría de las casa tenían solo los platos
exactos de acuerdo a la cantidad de miembros de la familia y se trataban con
mucho cuidado para que no se rompieran. Vendrían tiempos peores en que serían
sustituidos por platos plásticos. Pero supongo que la carga de honestidad era
bien fuerte y en general la gente no tocaba lo que no les pertenecía.
Pero se
acercaba una época cuando todo esto cambiaria.
Entonces
era difícil escarbar entre tanta losa pesada, cajas y cajas que iba moviendo
poco a poco, para que no se dieran cuenta de que yo exploraba y buscaba un
posible tesoro.
Aprovechaba
cualquier resquicio, cualquier espacio entre caja y caja y metía mi mano de
niño de 7 años y sacaba siempre algo interesante. Ajeno por entonces a palabras como diamante, diadema, perla,
terciopelo, satín, rubí, brazalete , tiara,
las cosas eran solo bonitas o feas, brillantes, doradas y plateadas.
Así que
poco a poco se iba formando en mi mente
un mejor cuadro del ambiente de ese hotel. Ese hotel que fue construido para
una gente muy diferente a la que me rodeaba, no solo por el tiempo, sino
también por muchas otras cosas. Sus pertenencias me remitían a una época en que el hotel estaba lleno d
personas elegantes, que comían con cubiertos de plata y en porcelana holandesa
sobre manteles de hilo. Sus muebles eran de caoba y ébano, sus amplios baños
estaban cubiertos de azulejos blancos como la luna en primavera y que venían de
tierras distantes. En el bar del hotel escuchaban de seguro esa música que
muchos años después estaría prohibida no solo allí mismo sino en toda
Cuba. Y aunque como alguna gente dice el
pecado siempre ha existido de seguro las relaciones entre los seres humanos
eran menos directas. Habían otras prohibiciones y otras maneras de escabullirse
entre las reglas y la moralidad de aquel momento.
Aquellos
pasillos largos y luminosos en la época del socialismo por la falta de
cortinajes fueron de seguro atemperados
y mas reservados en las primeras décadas del siglo. Las alfombras no
permitían que el taconeo de los zapatos de una mujer infiel o liberada de las
ataduras la denunciara en su camino al elevador o de allí a la habitación.
Todavía
habían restos de pétalos de flores secos en algún que otro jarrón que en cada
habitación estaba sobre la mesita que siempre frente a la ventana permitía
llenar el aire con aroma de rosas o violetas, o una mezcla de ellos al entrar
el aire e impulsarlo hacia adentro. Siempre se prefería eso a los aun toscos y
fuertes aromas químicos que olían a pino. Los búcaros que más me gustaban eran
los de un cristal verde y transparente. Brillan particularmente en la penumbra,
dándole un aire esmeralda a la habitación. Los había altos y esbeltos que
supongo por los golpes de viento y lo delicado de su porte solo quedaban dos en
aquel almacén oscuro, y los había mas bajos que siempre me parecían como
sombreros de ala ancha puestos al revés. De esos había 3 tamaños, medianos,
pequeños y grandes. Para pétalos de flores y bombones, para las esencias y
pequeños jabones, y para arreglos florales o memorabilia.
Aun
recuerdo, cuando ya tenia unos 15 años,
y ya era hora de cerrar el hotel para una reparación total, que el
administrador socialista le daba a los trabajadores la posibilidad de llevarse
los restos de aquella época que aun quedaban en el hotel porque los consideraba
sin valor. Fue como un zafarrancho y toda aquella gente con ya mas de 20 años
de necesidades y hogares escasamente montados la emprendieron a martillazos
sobre los azulejos de los baños y los pasillos, arrancaban de las paredes
adornos de porcelana que se desmoronaban en aquellas manos que para nada comprendían
la delicadeza de aquellas piezas que fueron hechas y transportadas con cuidados
esmerados para deleitar los sentidos de personas que debían sentirse como en
casa, e incluso lograr que convirtieran el hotel en su casa y no se fueran en
mucho tiempo. . .o nunca mas.
Aquellos
trabajadores de los servicios que ya no eran escogidos por un Ama de Llaves
exigente, ni tenían que presentar una hoja de servicio o una recomendación de
empleadores anteriores sino mas bien estaban en la escala mas baja del
socialismo de los 1980’s se abalanzaban sobre lo que era mas importante para
ellos: azulejos, piezas de los baños, herrajes, picaportes de puertas hechos de
cristal, espejos enormes que había en cada puerta de cada closet de cada
habitación. Y en esa locura de trabajadores recorriendo piso tras piso,
desmantelando en un fin de semana el trabajo de años de cientos o quizás miles
de hombres y mujeres iban destrozando
los detalles que hacían del hotel un lugar especial aun tantos años después y
el abandono de un sistema que quería ignorar y denigrar al mundo burgués de
antaño.
Entré en
una de las pocas habitaciones que había estado cerrada y solo atiné a tomar
entre mis brazos los tres búcaros verdes, uno dentro del otro encajaban
perfectamente, y apartarme a una esquina de la habitación cerca de la puerta.
Pegado a la pared, para no ser atropellado, iba acercándome a la puerta y cuando
ya estaba a un paso sentí una mirada posándose sobre mí. Sonriendo de manera
condescendiente me pasó su brazo sobre los hombros y me llevó hasta el pasillo.
“Llévatelos, no te preocupes, y esto también” me dijo mientras arrancaba un
picaporte color lila.
Mi
mirada le hizo mil preguntas , e inclinándose me respondió mis mil porqués: ‘
si esto te parece horrible, es preferible que sea así. Me costó mucho lograr
que le dieran a los trabajadores esta posibilidad. Las bestias de la demolición
de interiores llegaran en unos días. De todos modos es bueno saber que alguien
tendrá una cosa linda en una casa (dijo esto mirando los búcaros entre mis
brazos), o tendrán un baño azulejado, o podrán hacer sus necesidades en una
taza decente sin peligro de rajarse de arriba abajo’
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Recuerdos II: http://habana-havana.blogspot.com/2016/09/recuerdos-o-un-diario-malogrado-ii.html
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