El espejismo del “milagro americano” y la paradoja del migrante cubano
El fenómeno migratorio cubano hacia Estados Unidos encierra una contradicción profunda: muchos migrantes, aun viviendo las dificultades reales de la sociedad estadounidense, sostienen la ilusión del “sueño americano”. No importa si trabajan jornadas agotadoras, si cargan deudas interminables o si enfrentan la soledad del desarraigo; basta con que puedan mostrar un carro nuevo, una casa hipotecada o los estantes de un supermercado lleno para convencerse —y convencer a otros— de que han alcanzado el éxito.
El supermercado es quizá la imagen más poderosa del espejismo. El migrante camina por pasillos colmados de mercancías y dice estar en el paraíso. Sin embargo, la abundancia aparente no significa acceso real: lo que se exhibe depende del poder adquisitivo, y este, en gran parte de la población trabajadora, es limitado. La trampa psicológica consiste en confundir disponibilidad con posibilidad.
Lo mismo ocurre con la vivienda. La “casa propia” que muchos muestran con orgullo no es, en realidad, más que una deuda a treinta años con un banco. Una fachada de éxito que puede derrumbarse con un despido o un retraso en el pago.
El automóvil sigue la misma lógica. En un país donde el transporte público es insuficiente, el auto no es un lujo, sino una necesidad. Su posesión no demuestra prosperidad, sino obligación estructural. Cada vehículo moderno es otra cadena de pagos mensuales, otra trampa del crédito disfrazada de triunfo personal.
Aquí conviene un análisis objetivo. El capitalismo estadounidense —como el de otros países desarrollados— sobrevive gracias a un intercambio desigual con el Tercer Mundo, apropiándose de recursos naturales, mano de obra barata y mercados cautivos. La abundancia que deslumbra al migrante cubano en el norte no es inocente: se sostiene sobre la explotación global. Por eso resulta paradójico que muchos cubanos huyan de las carencias de la isla, sin advertir que esas carencias son en gran medida el resultado de de esa dinámica de la cual forma parte el bloqueo económico impuesto por el mismo país al que deciden emigrar.Y aquí entra un punto crucial. En mi opinión, el cubano es migrante cuando emigra a cualquier otro país, en busca de mejores horizontes legítimos. Pero cuando emigra a Estados Unidos, no es solo un migrante: es alguien que se alinea, consciente o inconscientemente, con el enemigo histórico de su patria. El mismo país que durante más de sesenta años ha intentado arrebatarle a Cuba su independencia mediante sanciones, invasiones, terrorismo económico y propaganda, se convierte en el destino preferido de quienes deciden darle la espalda a su tierra. El mismo pais que hace mas de 100 años intervino en la guerra de independencia contra España para que los cubanos no pudieran ser realmente independientes.
Llamemos las cosas por su nombre: emigrar hacia Estados Unidos no es un acto neutro. Es, directa o indirectamente, apoyar al poder que ha intentado someter a la nación cubana desde el siglo XIX. Es legitimar con la vida cotidiana —trabajo, impuestos, consumo— a un sistema que ha hecho del asedio a Cuba una política de Estado. En ese sentido, no es solo una decisión individual; es un gesto político. Y un gesto político que, para colmo, afecta también a la familia: muchos de los que parten dejan tras de sí no solo la nostalgia, sino también la dependencia económica y emocional de quienes permanecen en la isla.
El drama radica en que buena parte de esos migrantes, aun sufriendo explotación laboral, discriminación y deudas en Estados Unidos, siguen creyendo que viven un “milagro”. Exhiben el carro, la casa, el televisor, sin mencionar que todo está atado a créditos y pagos. Confunden mercancías con libertad, consumo con dignidad, deuda con éxito.
En realidad, lo que parece triunfo personal es parte de una estrategia de dominación simbólica: mostrar a Estados Unidos como abundancia y a Cuba como esca, aunque lo primero se sostenga en la explotación mundial y lo segundo resista bajo un cerco histórico.
La verdadera paradoja del migrante cubano en Estados Unidos no está en su esfuerzo personal —eso siempre es respetable—, sino en su incapacidad de reconocer que ha pasado a formar parte de la maquinaria del mismo poder que intentó, e intenta aún, arrebatarle a Cuba su independencia. Por eso digo, con crudeza: el cubano es migrante en cualquier otro lugar, pero cuando emigra a Estados Unidos se convierte, de manera inevitable, en cómplice de su enemigo histórico.