No hay palabra alegre en la vida
excepto “Hijo”
La revolución triunfó, ¿pero qué pasó con las que la hicieron?
Azul creció en una familia numerosa. Pero no seré
condescendiente con el que lee estas líneas. Era una familia tan pobre que solo
ella, sus hermanas y un hermano, sobrevivieron a la tuberculosis en una época
en que todavía no existían los antibióticos o cuando ya comenzaban resultaban
demasiado caros.
La madre de Azul tuvo sus hijas y su hijo, cuatro hembras y
un varón, en el sanatorio donde casi todo el año permanecía internada para
evitar contagiar a otros familiares. Solo su esposo podía visitarla y en
escasos momentos podía irse a casa por unos días.
El padre de Azul era panadero. Compartía la casa con su
hermana y sus hijos. Por supuesto que no había mucho dinero, pero la vida fluía
sobre todo después que las chicas crecieron.
Pero antes hubo un momento difícil en que parecía que el
círculo se cerraba para ese grupo de personas y se pasaría otra hoja del libro
anónimo de tantos y tantos seres humanos. Uno de esos días la madre tomó a sus
hijos pequeños y con una amiga se plantó en la entrada de autos del Palacio
Presidencial. Esperaban que la secretaria de la Primera Dama saliera y
entregarle una nota explicándole su situación.
Tuvieron suerte y al rato llegaba la Primera Dama en persona
y se bajó del auto para saber qué pasaba con esa señora y esos cinco pequeños
que se agrupaban temerosos alrededor. Todo fue muy rápido, le entregó la nota y
le pidió por Dios que la ayudara.
Una semana después las niñas eran llevadas a una escuela
interna atendidas por monjas, el varón a una atendida por curas. Justo a tiempo
pues en un mes la madre de Azul, la abuela de Blanco, moría. Pasaron ocho a
diez años y todos se reunieron nuevamente en la mesa familiar. Muchos jóvenes y
sus sueños.
De todas las hermanas, Virginia, era la más cercana. Solo dos
años de diferencia y compartían muchos de los intereses, por ejemplo, la
política. No es que participaran de ella, pero leían mucho y comentaban los
periódicos y los incidentes casi diarios en una Cuba siempre revuelta, llena
manifestaciones, huelgas, fraudes electorales, y golpes de estado. La policía y
el ejército campeaban por las calles de La Habana y no parecía haber límite
para la crueldad y el despotismo. Al mismo tiempo La Habana bullía por la moda,
los conciertos en teatros, artistas de todo tipo y de todas partes pasaban por
aquí. Uno de los primeros países del mundo en
tener la radio, el primero después de Estados Unidos en tener la televisión.
Las grandes compañías de la moda europea primero venían a la Habana y si sus
productos gustaban continuaban hacia Estados Unidos, en caso contrario probaban
suerte en el Sur. Las
navidades, los carnavales, las loterías millonarias, los ferris de fin de
semana desde y hacia Estados Unidos con miles de turistas que venían a burlar
la ley seca de su país, la ley del aborto, la reconstrucciones de
virginidad, y el próximo traslado de las
Vegas hacia La Habana para escapar del FBI.
Azul trabajaba en una entonces muy céntrica esquina. Desde su puesto de trabajo se veía
claramente, casi a tocar de mano El Capitolio, donde se reunían senadores y
congresistas. Al Frente se encontraban
Los Aires Libres de Prado. Cinco cuadras de cafés y bares con mesas cubiertas
con sombrillas afuera, en las aceras, donde tocaban tríos y cuartetos todas las
tardes y noches. Cada café con sus vitrolas, cada bar con sus músicos. A veces
la vida parecía una ilusión.
Allí conoció a Rojo que venía escapando de su pueblo.
Conversaban de sus afinidades políticas que más bien eran sueños de igualdad y
justicia que un cambio radical. Y mientras más pasaba el tiempo mejor se
sentían estando juntos. Él era un hombre con experiencia, mundo visto, ya
casado y con hijos a pesar de su juventud. Le confesó que era revolucionario y lo
que quería para Cuba y un día sintió miedo por él y pensó que debía ser el
amor.
Sentía miedo cada mañana. Se levantaba a las cuatro
de la mañana para abrir a las cinco la parte donde vendía el café. A esa hora,
todos los días, estaban los servicios funerarios recogiendo los cadáveres en
las calles. Jóvenes muertos podían aparecer en cualquier lugar. Ser joven era
un sinónimo de ser revolucionario y si estabas en el lugar equivocado en el
momento equivocado, o con una chica bonita que le gustaba a algún policía, o
cualquier otra cosa, daba igual, podía ser la última vez que vieras las
estrellas.
Una tarde de domingo estaban ella y su hermana sentadas en el
parque de Bejucal, por un tiempo vivían allí. El matrimonio de Virginia no
andaba bien. Ya varias veces su marido, un policía de patrulla, la había
golpeado y había tenido que irse con los niños a la casa familiar. Pero ahora parecía que todo estaba nuevamente
bien. Estaban en un banco del centro del parque, protegidas por una gran sombra
de una ceiba. Y los vieron llegar en la patrulla. Eran tres. Entre ellos su
marido. En uno de los bancos de la esquina una parejita conversaba y cuando
vieron a la patrulla se levantaron para irse. Demasiado tarde. La joven
demasiado linda. El marido de Virginia
se aproximó demasiado a la joven y el chico trato de interponerse entre ellos.
Los pájaros salieron volando y ellas miraron al cielo porque
pensaron que había sido un trueno. Un engaño de la mente donde lo posible y
cotidiano ya no los acepta, se niega a aceptar que algo así sucediera. El joven
cayó al suelo, la joven abrió la boca, pero nada salió en su auxilio mientras
que unas manos poderosas la empujaban dentro del patrullero. El marido de
Virginia no las vio.
Caía la tarde y todavía estaban allí temblando y tomadas de
las manos. Se habían llevado al joven al hospital o algún lugar, no lo sabían.
Virginia había tomado una decisión radical. Al día siguiente con sus hijos sacó
tres pasajes para Miami y partió. En aquello años costaban 20 dólares. Era el
30 de diciembre de 1958, un día antes de la caída del dictador Batista, dos
días antes del triunfo de la revolución de Fidel Castro y el primer día de 40
años de ausencia.
Finalmente decidieron irse a vivir juntos. Las mujeres
miraban las cosas de manera diferente entonces. Pocas imaginaban una vida con
un hombre fuera del matrimonio, aunque todas siempre creen las promesas. La
reacción de la familia de Rojo fue desproporcionada. Amenazas, chantajes, sobornos, todo por
conservar las apariencias y lo que llevaba implícito en ese contrato social que
es el matrimonio. Todo terminó con
aislamiento total y ya con un hijo de diez años por fin vino el matrimonio.
¿Es fácil cambiar? ¿Cómo convertirse de burgués progresista a
revolucionario radical? ¿Es fácil dejar de ser machista en una sociedad latina?
¿Es la monogamia posible en una sociedad socialista y machista?
Los que sí es un hecho es que para las mujeres en su mayoría,
el amor es incompleto y a veces difuso en época de revolución. Pero de los amores nacen los hijos, y si hubo
algo seguro en la vida de Azul fue a partir del momento en que tuvo a su hijo
Blanco. La mujer que ha trabajado desde joven sufre mucho en su salud, en el
cuidado de su familia, en tratar de mantener la economía doméstica, en
apuntalar el amor, en tender puentes y renunciar incluso a su Fe para que su
hijo no sufriera consecuencias en la nueva sociedad atea. Al llegar a la vejez
y recapitular su vida, los más especial ha sido el amor del hijo. Para ella hay
una frase que se dice al casarse que debería decirse al nacer un hijo: hasta
que la muerte nos separe.
Rojo, Azul y Blanco (parte I)
Blanco, Rojo y Azul (parte III)